Mugalaris de la excepciónLa excepción para evitar la ruina. El Estado español aplica esta doctrina que, tal y como nos recuerda Arzuaga, ya postuló Maquiavelo. Esa ruina a evitar a cualquier precio es la «subversión del orden constitucional». Para dicha subversión no se precisa ya de armas; ahora es suficiente la mera denuncia de la excepción y la exigencia de respeto a los derechos humanos para que el Estado aplique la excepción.
Un término que en los últimos tiempos se ha hecho lugar entre nosotros, la excepción. La inmisericorde aplicación de medidas especiales, el yugo opresivo de vivir bajo la emergencia, el apartheid, la lógica ilógica pero todopoderosa de la seguridad frente a la libertad. El anti-principio de la inseguridad jurídica, por la que no es posible saber si tu actividad es pacífica y legal o por el contrario violenta y terrorista. El anti-principio de la presunción de culpabilidad, por la que tú deberás probarte inocente. En anti-derecho del enemigo.
No es cuestión nueva, sino renovada. Ya se lo decía Maquiavelo, el consejero de las cloacas del poder, a reyes y príncipes allá por el siglo XVI: «si la observancia de la ley nos conduce irremisiblemente a la ruina, y no queremos llegar a ella, no observemos la ley». Así de simple formulaba el principio de la excepción, la ley sometida a condición.
Actualizando los términos, habría que analizar los dos elementos de la propuesta maquiavélica: ruina y excepción. Las autoridades españolas definirían sin duda alguna, como ruina, desastre, hecatombe la «subversión del orden constitucional», tótem único y verdadero, perfección eterna e intangible, dechado de virtudes amenazado por hordas liberticidas. Si antes era necesaria la actividad armada como elemento desestabilizador del orden constitucional, con la sentencia del Tribunal Supremo en el caso Haika Segi esa capacidad se traslada a la kale borroka, al ser ésta «idónea para subvertir el orden constitucional y alterar gravemente la paz pública». Con el sumario 18/98 se da un paso más, al considerar que la actividad propia de las empresas y organismos en él enjuiciados sería suficiente para conseguir esa pretensión, en términos de Maquiavelo, de llevar a la ruina al orden constitucional español. La Ley de Partidos se extiende hoy a EHAK y ANV en las deliberaciones de una sala -precisamente, especial- del Tribunal Supremo por «vulnerar los principios constitucionales» (¿?). Con el sumario del Movimiento Pro Amnistía se da una vuelta de tuerca, ya que la denuncia de la excepción y la demanda de respeto de los derechos humanos también conduciría a que sucumbiera el modelo de Estado. Vemos la evolución de la paranoia securitaria y, paradójicamente, la suma debilidad de un estado a quien el simple ejercicio de la libertad de expresión y asociación puede conducir a que sus cimientos se tambaleen y con un soplo ¡plaf! se desmorone.
En cuanto al segundo concepto, ¿es necesario hacer una enumeración de los elementos de la excepcionalidad que vivimos hoy en día? ¿Debemos establecer un catálogo de todas las acciones humanas que reciben una respuesta estatal diferente dependiendo del origen o visión política de quien las ejecuta? No es necesario recordar las condiciones excepcionales de detención, la política penitenciaria que reduce a la nada los espacios de dignidad y de humanidad de ciertos ciudadanos sometidos a ella por razones políticas, el carácter especial de la Audiencia Nacional, las reformas legales ad hoc, es decir, aquellas que en vez de servir a un objetivo general y con vocación de permanencia, se refieren a un caso concreto que precisa de respuesta inmediata y a la medida -siempre por aquello que mencionaba de evitar la ruina-. Para todo ello cuentan con el beneplácito, otra vez, de la propia Constitución que, además de negar los derechos de los pueblos a quienes impone su mandato, introduce todo un capítulo titulado «De la suspensión de derechos y libertades», para aquellas personas, «en relación con las investigaciones correspondientes a la actuación de bandas armadas o elementos terroristas». Ja! Duró poco el principio de igualdad de todos los ciudadanos. La propia Constitución se excepcionaliza a sí misma introduciendo en términos ambiguos una legislación de emergencia que suspende aquellos principios irrevocables por ser derivados de la dignidad humana -es decir, los derechos humanos- e instituye un sistema de autodefensa para proscribir actividades que la «subviertan».
El efecto inmediato que semejantes alforjas pretendían traer sería el aplastamiento de la disidencia, de su capacidad de reacción, su marginalización social, atemorizarla y generar en ella la frustración de la imposibilidad de sus aspiraciones. Constatando el fracaso de este intento, hay otro efecto que quiero poner sobre la mesa, este sí, incuestionable aunque indeseado por las autoridades españolas: la involución de libertades y derechos, que somete al sistema a un test de legitimidad imposible de aprobar. Si no son los sabios de palacio quienes lleguen por sí mismos a la conclusión de que la credibilidad democrática del Estado español está dañada de muerte por su continua excepcionalización en el tratamiento a los ciudadanos y ciudadanas vascas, que sea la comunidad internacional la que le recuerde sus compromisos con los derechos humanos. En un reportaje reciente en «El País» se lamentaban: «España es ya un polo de atracción para los expertos internacionales en resolución de conflictos -la conocida industria de la mediación- y, sobre todo, un país de visita preferente para los relatores de la ONU que vigilan el respeto de los derechos humanos», palabras que son espejo de su fracaso. Así, la excepcionalidad y la defensa a ultranza frente a «la ruina» llevan al Estado a que cada vez sectores más amplios de sociedad -dentro y fuera de Euskal Herria- denuncien el retroceso imparable en libertades, el grave cuadro de violaciones de los derechos humanos, la involución en términos democráticos del inexistente estado de derecho español. ¿Hasta donde serán capaces de forzar la maquinaria de la estructura del Estado? Recordaba un compañero del Colegio de Abogados de Barcelona, Jaume Asens, que cuando un estado pone en marcha una medida excepcional, su voluntad lógica sería volver cuanto antes a la situación ordinaria, pues su aplicación extensiva en la materia y extendida en el tiempo genera un coste de legitimidad en el estado imposible de recuperar. En contraposición, aquí la excepción se hace regla y la prioridad no es que desaparezca, sino que no parezca tal.
Ahora, quinientos años más tarde, vemos claramente la dimensión del consejo dado por Maquiavelo a su príncipe favorito, Fernando el Católico: excepción o ruina. Rancio abolengo el de la violencia, la Inquisición, la represión y la gestión de la emergencia y la excepcionalidad en el reino español.
Sin embargo, este recorrido de la excepción -sin duda de diferente forma dependiendo de cada periodo histórico- se ha encontrado con una firme expresión popular de rechazo. Una actitud de denuncia pero también de solidaridad, de alargar el brazo amigo hacia quien sufre en sus carnes los efectos de esa mezquina política de aniquilamiento individual y colectivo. Un rompeolas de voluntades que se enfrenta a las embestidas de la excepción. ¡Que sepa quien ha sufrido el zarpazo de la represión política que en este país no caminará solo! ¡Que sepa que sus pasos van protegidos por otros miles de pasos amigos!
Superemos, pues, las barreras de la imposición que cercenan nuestras aspiraciones políticas, que encarcelan nuestras utopías. Tracemos nuevos caminos que nos conduzcan a un escenario de normalidad política, de posibilidad de defensa de todas las reivindicaciones vitales que bullen en este pueblo. Sigamos angostas veredas para la subversión de órdenes ilegítimos. Desbrocemos, como mugalaris de la excepción, los senderos ocultos para llegar a la normalizada realización de aquel proyecto que, en condiciones de igualdad, más adhesión recabe de toda la sociedad vasca, en decisión colectiva, libre y soberana.
Un término que en los últimos tiempos se ha hecho lugar entre nosotros, la excepción. La inmisericorde aplicación de medidas especiales, el yugo opresivo de vivir bajo la emergencia, el apartheid, la lógica ilógica pero todopoderosa de la seguridad frente a la libertad. El anti-principio de la inseguridad jurídica, por la que no es posible saber si tu actividad es pacífica y legal o por el contrario violenta y terrorista. El anti-principio de la presunción de culpabilidad, por la que tú deberás probarte inocente. En anti-derecho del enemigo.
No es cuestión nueva, sino renovada. Ya se lo decía Maquiavelo, el consejero de las cloacas del poder, a reyes y príncipes allá por el siglo XVI: «si la observancia de la ley nos conduce irremisiblemente a la ruina, y no queremos llegar a ella, no observemos la ley». Así de simple formulaba el principio de la excepción, la ley sometida a condición.
Actualizando los términos, habría que analizar los dos elementos de la propuesta maquiavélica: ruina y excepción. Las autoridades españolas definirían sin duda alguna, como ruina, desastre, hecatombe la «subversión del orden constitucional», tótem único y verdadero, perfección eterna e intangible, dechado de virtudes amenazado por hordas liberticidas. Si antes era necesaria la actividad armada como elemento desestabilizador del orden constitucional, con la sentencia del Tribunal Supremo en el caso Haika Segi esa capacidad se traslada a la kale borroka, al ser ésta «idónea para subvertir el orden constitucional y alterar gravemente la paz pública». Con el sumario 18/98 se da un paso más, al considerar que la actividad propia de las empresas y organismos en él enjuiciados sería suficiente para conseguir esa pretensión, en términos de Maquiavelo, de llevar a la ruina al orden constitucional español. La Ley de Partidos se extiende hoy a EHAK y ANV en las deliberaciones de una sala -precisamente, especial- del Tribunal Supremo por «vulnerar los principios constitucionales» (¿?). Con el sumario del Movimiento Pro Amnistía se da una vuelta de tuerca, ya que la denuncia de la excepción y la demanda de respeto de los derechos humanos también conduciría a que sucumbiera el modelo de Estado. Vemos la evolución de la paranoia securitaria y, paradójicamente, la suma debilidad de un estado a quien el simple ejercicio de la libertad de expresión y asociación puede conducir a que sus cimientos se tambaleen y con un soplo ¡plaf! se desmorone.
En cuanto al segundo concepto, ¿es necesario hacer una enumeración de los elementos de la excepcionalidad que vivimos hoy en día? ¿Debemos establecer un catálogo de todas las acciones humanas que reciben una respuesta estatal diferente dependiendo del origen o visión política de quien las ejecuta? No es necesario recordar las condiciones excepcionales de detención, la política penitenciaria que reduce a la nada los espacios de dignidad y de humanidad de ciertos ciudadanos sometidos a ella por razones políticas, el carácter especial de la Audiencia Nacional, las reformas legales ad hoc, es decir, aquellas que en vez de servir a un objetivo general y con vocación de permanencia, se refieren a un caso concreto que precisa de respuesta inmediata y a la medida -siempre por aquello que mencionaba de evitar la ruina-. Para todo ello cuentan con el beneplácito, otra vez, de la propia Constitución que, además de negar los derechos de los pueblos a quienes impone su mandato, introduce todo un capítulo titulado «De la suspensión de derechos y libertades», para aquellas personas, «en relación con las investigaciones correspondientes a la actuación de bandas armadas o elementos terroristas». Ja! Duró poco el principio de igualdad de todos los ciudadanos. La propia Constitución se excepcionaliza a sí misma introduciendo en términos ambiguos una legislación de emergencia que suspende aquellos principios irrevocables por ser derivados de la dignidad humana -es decir, los derechos humanos- e instituye un sistema de autodefensa para proscribir actividades que la «subviertan».
El efecto inmediato que semejantes alforjas pretendían traer sería el aplastamiento de la disidencia, de su capacidad de reacción, su marginalización social, atemorizarla y generar en ella la frustración de la imposibilidad de sus aspiraciones. Constatando el fracaso de este intento, hay otro efecto que quiero poner sobre la mesa, este sí, incuestionable aunque indeseado por las autoridades españolas: la involución de libertades y derechos, que somete al sistema a un test de legitimidad imposible de aprobar. Si no son los sabios de palacio quienes lleguen por sí mismos a la conclusión de que la credibilidad democrática del Estado español está dañada de muerte por su continua excepcionalización en el tratamiento a los ciudadanos y ciudadanas vascas, que sea la comunidad internacional la que le recuerde sus compromisos con los derechos humanos. En un reportaje reciente en «El País» se lamentaban: «España es ya un polo de atracción para los expertos internacionales en resolución de conflictos -la conocida industria de la mediación- y, sobre todo, un país de visita preferente para los relatores de la ONU que vigilan el respeto de los derechos humanos», palabras que son espejo de su fracaso. Así, la excepcionalidad y la defensa a ultranza frente a «la ruina» llevan al Estado a que cada vez sectores más amplios de sociedad -dentro y fuera de Euskal Herria- denuncien el retroceso imparable en libertades, el grave cuadro de violaciones de los derechos humanos, la involución en términos democráticos del inexistente estado de derecho español. ¿Hasta donde serán capaces de forzar la maquinaria de la estructura del Estado? Recordaba un compañero del Colegio de Abogados de Barcelona, Jaume Asens, que cuando un estado pone en marcha una medida excepcional, su voluntad lógica sería volver cuanto antes a la situación ordinaria, pues su aplicación extensiva en la materia y extendida en el tiempo genera un coste de legitimidad en el estado imposible de recuperar. En contraposición, aquí la excepción se hace regla y la prioridad no es que desaparezca, sino que no parezca tal.
Ahora, quinientos años más tarde, vemos claramente la dimensión del consejo dado por Maquiavelo a su príncipe favorito, Fernando el Católico: excepción o ruina. Rancio abolengo el de la violencia, la Inquisición, la represión y la gestión de la emergencia y la excepcionalidad en el reino español.
Sin embargo, este recorrido de la excepción -sin duda de diferente forma dependiendo de cada periodo histórico- se ha encontrado con una firme expresión popular de rechazo. Una actitud de denuncia pero también de solidaridad, de alargar el brazo amigo hacia quien sufre en sus carnes los efectos de esa mezquina política de aniquilamiento individual y colectivo. Un rompeolas de voluntades que se enfrenta a las embestidas de la excepción. ¡Que sepa quien ha sufrido el zarpazo de la represión política que en este país no caminará solo! ¡Que sepa que sus pasos van protegidos por otros miles de pasos amigos!
Superemos, pues, las barreras de la imposición que cercenan nuestras aspiraciones políticas, que encarcelan nuestras utopías. Tracemos nuevos caminos que nos conduzcan a un escenario de normalidad política, de posibilidad de defensa de todas las reivindicaciones vitales que bullen en este pueblo. Sigamos angostas veredas para la subversión de órdenes ilegítimos. Desbrocemos, como mugalaris de la excepción, los senderos ocultos para llegar a la normalizada realización de aquel proyecto que, en condiciones de igualdad, más adhesión recabe de toda la sociedad vasca, en decisión colectiva, libre y soberana.
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