martes, 15 de julio de 2008

Cuando los lobos cuidan a las ovejas. Biografía de un torturador.

Cuando el día 13 de Febrero de 1981, José Arregui Izaguirre fue conducido a la prisión de Carabanchel, después de permanecer 9 días en los locales de la Dirección General de la policía en Puerta del Sol, su estado era tal que, posiblemente, lo menos que le preocupaba en aquellos instantes era recordar los rostros de los torturadores que con tanta crueldad lo habían dejado en aquel estado. Su aspecto, según los que tuvieron oportunidad de verlo a su llegada a la Prisión, era lastimoso. Una enorme mancha compuesta por cardenales, llagas descarnadas y quemaduras ocupaba todo su cuerpo. La apariencia lamentable que presentaba alarmó de tal manera a la Dirección de la prisión que para liberarse de responsabilidades, ordenó el inmediato traslado del detenido a la sección hospitalaria de la misma. Según el relato de un preso político que acompañó junto a su cama al torturado, un funcionario que prestaba servicio como practicante intentó aliviar con sedantes los intensos dolores del recién ingresado. El sanitario, desconcertado por la gran profusión de moretones que cubrían el cuerpo de Arregui exclamó con gesto de impotencia: '¡Yo aquí no tengo lugar por donde pinchar! El estado de José Arregui fue agravándose progresivamente hasta que por fin, el día 13, fue enviado urgentemente a la ciudad sanitaria provincial, donde ya ingresó cadáver.
Tres presos políticos que se encontraban por aquellos días recluidos también en el hospital de la prisión, conmocionados por el aspecto de Joseba Arregui, se atrevieron a preguntarle por el tipo de tortura que había sufrido. Arregui, balbuceando, musitó: "Ha sido muy duro. Me colgaron en la barra varias veces dándome golpes en los pies, llegando a quemármelos no sé con qué… Saltaron encima de mi pecho; los porrazos, puñetazos y patadas fueron por todas partes". José Ignacio Arregui Izaguirre era un fornido camionero vasco, de treinta años de edad, que había sido detenido por la policía española a principios del mes de febrero de 1981. Según el ministro del Interior de entonces se trataba de un presunto miembro de la organización armada Euskadi ta Askatasuna (ETA). Si en realidad José Ignacio Arregui era o no miembro de ETA, no lo sabemos, porque nunca tuvo la oportunidad de defenderse ni de comparecer ante ningún tribunal.
Según un comisario de policía, que oculta su nombre tras el seudónimo de "Daniel Abad", autor de un peculiar libro de memorias que tituló "Yo maté a un etarra", Arregui Izaguirre había sido tratado por la policía de entonces "como una presa cotizada, tras la cual se escondía el celo supuestamente "profesional" de gente sin escrúpulos". "Los policías - escribió el polémico comisario en sus memorias - se comportaron en aquella ocasión como una genuina manada de lobos rivalizando por un trofeo. Finalmente concluyeron su disputa descuartizando a su víctima".
Joseba Arregui murió a las pocas horas de haber ingresado en el hospital penitenciario. Su asesinato desencadenó una ola de protestas dentro y fuera de España. Multitudinarias manifestaciones y huelgas generales se multiplicaron a lo largo y a lo ancho de todo el Estado, particularmente en Euskadi. El asesinato de Arregui sirvió para poner al descubierto que en el aparato represivo del Estado español nada había cambiado después de los seis años transcurridos desde la muerte del dictador.
Uno de los rostros que Joseba Arregui no quiso recordar aquella fría mañana del viernes trece de febrero, mientras maltrecho y con el cuerpo destrozado era trasladado a la prisión de Carabanchel, correspondía al de Juan Antonio Gil Rubiales. El joven inspector de la brigada político social Gil Rubiales había ingresado en el Cuerpo en el turbulento año de 1971. Diez años después, Gil Rubiales no era ya un policía cualquiera. Pertenecía a la conocida Brigada Central de Información, una sección de elite, en la que los neodemócratas del franquismo, los ministros Martín Villa y Rosón, habían agrupado a lo más florido de la antigua brigada político social. La Brigada Central estaba encabezada por el temido comisario Ballesteros. Manuel Ballesteros, jefe de Rubiales, era un celebérrimo policía conocido en las filas del antifranquismo por los expeditivos métodos que utilizaba con todos aquellos que tenían la desgracia de caer en sus manos. Antonio Palomares, por ejemplo, dirigente comunista valenciano.
A finales de los setenta Juan Antonio Gil Rubiales había ganado ya no pocos méritos en su lucha contra los "enemigos de la Patria". Entonces era fácil entender a quienes se bautizaba con ese tipo de calificativos. Se trataba, generalmente, de jóvenes obreros y estudiantes adscritos a la clandestinidad de las organizaciones de la izquierda comunista. Y Juan Antonio Gil, a juzgar por los méritos que ya en aquel año colmaban su cargada hoja de servicios, se empleó a fondo en combatirlos.
Pero después de las primeras elecciones del 77 las cosas en el Estado Español empezaron a cambiar, aunque el objetivo final de esos cambios fuera, justamente, que nada cambiara. Los "enemigos" a combatir también empezaron a ser otros. Se habían firmado los Pactos de la Moncloa y los partidos más connotados de la izquierda incorporaron a la monarquía heredada del franquismo al glosario de las cosas que ahora había que defender. Fue esa la época en la que paradójicamente, la policía política de la dictadura se esmeraba en explicar a quienes querían escucharlos - y en las esferas oficiales no eran pocos - que ellos en realidad eran "apolíticos", y que su papel consistía exclusivamente en defender los "intereses del Estado", como si estos nada tuvieran que ver con el "estado de los intereses".
De acuerdo con la nueva orientación de los vientos que empezaban a soplar en la España monárquica y "democrática" recién inaugurada, al inspector Gil Rubiales parecía esperarle todo un carrerón. Y posiblemente hubiera sido así si la muerte no suscitara tanta indiscreción, sobre todo cuando está acompañada por la aplicación brutal y cobarde de la tortura. Seguramente, de haber sucedido las cosas de otra manera, Juan Antonio Gil no hubiera tenido que esperar tantos años para ver coronada su carrera con el flamante nombramiento de Comisario Provincial de Santa Cruz de Tenerife. Pero la muerte de Joseba Arregui había sido un autentico escándalo. Las fotos de su cuerpo destrozado recorrieron las redacciones de la prensa nacional y extranjera. Ya no se podía enmascarar con tanta facilidad como en el pasado las muertes "fortuitas" acaecidas en las dependencias policiales. Ya no resultaba tampoco creíble, si alguna vez lo fue, anunciar con impunidad en los medios de comunicación aquello de que "según informa la Dirección General de Seguridad el detenido, en un descuido de los funcionarios que le custodiaban, se arrojó desde uno de los balcones de la comisaría, perdiendo la vida".
Los ministros, algunas jerarquías eclesiásticas, los directores de periódicos y la oposición domesticada tomaron distancias de la responsabilidad del crimen. Fingieron sentirse horrorizados por lo que, de una forma o de otra, fuera y dentro de las comisarías, había sucedido en más de cien ocasiones desde la muerte del dictador. "El País", - portavoz de los sectores de la burguesía española que apuraban la incorporación de España al tren europeo-, estremecido ante la posibilidad de que casos como este acabaran haciendo malograr el modelo de transición que con tanto esmero el periódico estaba apadrinando, llegó a solicitar la cabeza del ministro del interior. "De confirmarse que la muerte de José Arregui, - decía una editorial del periódico por aquellas fechas - cuyo cuerpo agonizante fue entregado por el Ministerio del Interior al Ministerio de Justicia, se ha producido como consecuencia de torturas o de tratos inhumanos comportamientos penados, por lo demás, en el artículo 204 bis del Código Penal-, nos encontraríamos ante un delito cuya responsabilidad puede afectar al propio titular del Ministerio del Interior y otros altos cargos del departamento, en el caso de que los presuntos culpables no sean detenidos y puestos a disposición del juez".
Gil Rubiales fue detenido. No había actuado solo, pero él era el principal responsable de la degollina que se había producido con la víctima. Su detención y la de otros compañeros suyos, desplegó un imponente movimiento de solidaridad en la vieja estructura policial franquista. El ultraderechista comisario Ballesteros presentó su dimisión, que fue acompañada por la de todos los altos mandos que tenían entre sus funciones la represión política.
El asesinato de Arregui se había producido, en efecto, en el centro mismo del vórtice que enfrentaba a las dos fracciones del poder político del antiguo aparato del Estado. Una de ellas deseaba mantener intacto el edificio de la dictadura. La otra estaba por su maquillaje, pero garantizando la intangibilidad de los poderes económicos y el control del Estado a través de la figura del monarca. Días después de la muerte de Arregui esa confrontación se materializó en el golpe del 23 F. En aquel efímero y todavía enigmático duelo vencieron los partidarios de hacer un lifting al grotesco rostro del aparato del Estado franquista. Pero aquellos días de finales de febrero del 81, marcaron también con mucha claridad los limites de hasta donde estaba dispuesto el poder real - y, también, el Real- a que llegara el proceso democratizador que la sociedad española estaba reclamando. Los tanques que se pasearon por unas horas por las calles de Valencia terminaron por poner en posición de firmes a una dirigencia de izquierdas que ya había pactado cual iba a ser el modelo de democracia que se impondría en el país. El escenario después de aquellos acontecimientos no pudo ser más desolador. Salvo contadas excepciones, la izquierda, - es decir, el conjunto de fuerzas políticas y sociales con voluntad realmente transformadora - fue barrida de la faz del Estado español.
Políticamente, los veintiséis años que siguieron a aquel 23 de febrero han sido una secuela del mismo acontecimiento. En las comisarías continuó torturándose a los enemigos políticos, y el crimen de estado tomó carta de naturaleza bajo los gobiernos de Felipe González. "El Estado de derecho también se defiende en las cloacas", acuñó al respecto el dirigente socialdemócrata. Ahora la práctica del crimen de estado era asumida por un gobierno que había sido elegido, justamente, para que la aboliera. Por esas rocambolescas paradojas que se dan en la historia, iba a ser un gabinete presuntamente socialista el que con más eficacia defendiera los intereses de las enormes fortunas que se acumularon en complicidad con la dictadura. La gran Banca se apropió del país, y el Estado fue privatizado.
La vida de Juan Antonio Gil Rubiales no cambió excesivamente a lo largo de la década de los ochenta. El hecho de estar procesado por el caso Arregui, no le afectó especialmente en su vida profesional. En el año 1985, pese a sus antecedentes - o quizás precisamente por ellos - fue destinado a un punto socialmente convulso de la geografía peninsular, la comisaría de Pamplona. Allí inauguró su nuevo destino propinando palizas con cadenas a quienes manifestaban su protesta por la sospechosa muerte de Mikel Zabalza.
Junto con otros inspectores de policía de aquella comisaría, recorría las calles de la ciudad, metiéndose en los portales y arrastrando a golpes hacia la calle a aquellos que intentaban protegerse en los mismos. El hecho tuvo un amplísimo eco en la comunidad Navarra, y la Delegación del Gobierno, que entonces ostentaba el conocido delincuente Luís Roldan, sofocó el escándalo con una leve sanción a sus protagonistas.
Durante aquella década, Gil Rubiales fue juzgado y absuelto por la Audiencia Provincial de Madrid en dos ocasiones por su implicación en el caso de las torturas a Joseba Arregui. Pero el Tribunal Supremo sensible, sin duda, al escándalo que provocaron tales absoluciones, anuló las sentencias, y lo condenó a la ínfima pena de tres meses de arresto y dos años de suspensión de empleo y sueldo. En una de esas irónicas paradojas de la Justicia, la sentencia del Tribunal Supremo reconocía la gravedad de las torturas infligidas en comisaría a José Arregui, pero no entraba a juzgar la relación existente entre estas y la posterior e inmediata muerte del detenido. Pero aun más sorprendente resultó que ni el fiscal ni la acusación, ejercida por el socialista José María Mohedano en nombre de una "Asociación de derechos humanos", que él mismo presidía, habían solicitado que tal relación fuera establecida. De manera que por arte de la magia judicial, el vínculo entre la causa y el efecto se esfumó en el curso del proceso. Una vez más quedaba de manifiesto el status especial del que disfrutan en España los centuriones del poder político.
Ignoramos si Gil Rubiales cumplió los dos años de suspensión de empleo y sueldo. Pero no pocos compañeros suyos, condenados por delitos similares y protegidos por el ministro del Interior de turno, ni siquiera se vieron obligados a abandonar la actividad profesional por el tiempo determinado en la condena.
Dieciséis años después de que el Tribunal Supremo pronunciara la inapelable sentencia, sus superiores lo nombraron Jefe del Cuerpo Nacional de Policía de la Provincia de Santa Cruz de Tenerife. "Juan Antonio Gil Rubiales - dijeron para justificar la atrocidad - como cualquier otro, merece una oportunidad". Justamente la oportunidad de la que Joseba Arregui nunca pudo disfrutar.

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