por Antonio Alvarez-Solís
Señor fiscal, y su nombre es lo de menos, ya que no personalizo un cargo, quisiera trasladarle una preocupación muy grave acerca del estado en que muchos ciudadanos honrados percibimos la administración de la justicia en España. El panorama es desolador. Quizá esto se deba a que el poder político está construyendo un entramado legal en que las ideas perecen como en trampa para lobos y el Derecho se disuelve en el vitriolo de lo conveniente. Aclaro que esta conveniencia no se refiere a la edificación moral que un pueblo necesita constantemente, sino a la necesidad de supervivencia que tienen las instituciones que nos desgobiernan. En ese magma de lodo y gases mefíticos la administración de la justicia se degrada cada día hasta convertirse en martillo de herejes y protagonista del pensamiento real, como aquél al que servían las magistraturas judiciales antes de la Revolución francesa. De la mezcla renace, como un monstruo shakespeariano, la ira atronadora del dios de la venganza.
Le hablo, repito, señor fiscal, con el pleno derecho de mi ciudadanía, que es soberana sobre usted, la diputación y la misma realeza. Sé que escribir esto resulta hoy de sumo peligro, pues lo penal ya no está imbuido de las reglas y cautelas que precisó hace doscientos años el marqués de Beccaria y que todo lo jurisdiccional se ha vuelto aleatorio e interpretativo, pero creo que la soberanía que encarno como unidad suprema y que ejerzo en la parte alícuota que me corresponde me obliga a honradez con mis coterráneos y a dignidad frente a cualquier estrado. De tal forma construyo mi modesto y radical discurso -hay que reivindicar la radicalidad como herramienta para construir la nueva democracia- sin dárseme una higa, como escribían los clásicos, de lo que pueda acontecerme, pues como dictó Don Francisco de Quevedo: «¿no ha de haber un espíritu valiente,/ siempre se ha de pensar lo que se dice/ nunca se ha de decir lo que se siente?».
Ycon ese derecho a la verdad en la mano humilde, pero grande por la herencia que reclama, digo a usted, señor fiscal, que nada gana el prestigio de la magistratura con que usted haya rematado su informe acusatorio contra los libres ciudadanos procesados por el caso de las Gestoras Pro Amnistía con una frase que desgraciadamente resume el espíritu actual de la jurisdicción: «Espero que no les guste la sentencia y a mi me guste mucho». Cuando se viste la solemne toga y se obra en nombre del fasces de la justicia, sobra toda expresión jarifa, más propia de un vino en mesón de carretera que de un oficial de Su Majestad. Si la justicia -aunque en ella corresponda a usted el triste oficio de la acusación, que siempre deja un regusto a triste- ha de consistir en soplar al aire solemne del tribunal los odios o pasiones mórbidas que nos dominan, nada nos dejan las instituciones para la esperanza de la libertad. No somos grandes, como los insignes hombres lo fueron, pero convendrá usted conmigo, señor fiscal, que revestir la actuación forense de severidad y altura ayuda a que el pueblo llano, al que pertenezco, tenga por bueno tanto el salario que abonan a ustedes como la ley que manejan. De todo ello quiero hacer relación hoy a fin de que sepa que muchos ciudadanos del Estado español nos sentimos zaheridos por su actuación y que mirando hacia el exterior lleguemos a decir esa simpleza de «yo no soy así». Pero ¿de qué vale tal exculpación si el Estado nos comprende a todos y nos convierte de nuevo en súbditos una vez que nos ha engañado con la proclamación constitucional de que somos ciudadanos? Para el observador que nos analice no habrá más camino, ante esa frase suya, que tenernos por pueblo bárbaro y menospreciable. Insisto en este último matiz del asunto porque bueno sería apoyar en él el pie para proceder políticamente a fin de descabalgarle a usted de un oficio que no sabe ejercer debidamente. Pero no sucederá nada de esto, señor fiscal, porque el Estado está edificado hoy sobre elementalidades maliciosas y sin dignidad alguna.
De su informe acusatorio sobre los honrados ciudadanos sentados en el banquillo, y recluídos en un ejemplar silencio que es a la vez acusación grave hacia el tribunal de excepción que los incrimina y juzga -¡qué duro es que siga existiendo instancia del tal género!-, sólo tengo flecos literales e informaciones orales que, aunque de muy clara verdad, no me permiten decir muchas cosas. De todas formas, sí sé lo suficiente para afirmar que ese informe suyo quebranta las reglas básicas de la personalización clara del presunto delito; que embarulla lo penal con lo intelectual, haciendo del pensamiento materia delictiva y que establece secuencias donde la lógica es puro invento personal de usted. Toda la causa es deplorable, como es deplorable que usted sirva en ella no para acusar en nombre del pueblo -que exige jueces naturales amén de otras seguridades forenses-, sino para hacerlo en nombre del rey, que es como cabe resumir la situación ahora que los tribunales han abandonado la democracia y la libertad para constituirse en herramienta del poder protagonista, que es el poder político, manejado a su vez por intereses que no caben en las maltratadas urnas. Le digo a usted todo lo anterior con la elevada conciencia de que sirvo a la verdad o, al menos, de que practico esa libertad de que la Constitución se hace extraño garante en la situación que vivimos. ¿Libertad, democracia, Constitución? Creo que sería hora de convocar a los pueblos alojados por propio deseo o por fuerza en el Estado español a una consulta para determinar, más allá de la baja conciencia de los partidos políticos, qué entiende la ciudadanía por justicia y cómo desea que sea su ejercicio. Aunque ustedes crean otra cosa, vive la humanidad, y entre nosotros muy sensiblemente, un grave y urgente momento de exigencia constitucional. El mundo actual no es el culmen de una construcción, sino la debacle de una descomposición moral a gran escala. Yo no puedo, como tantos otros ciudadanos honrados, aceptar las reglas del juego porque el juego es turbio y tiene las cartas marcadas. Como español no me siento honrado de serlo y he de soportar sobre mis espaldas la barahúnda de insensateces y despropósitos que una administración que se ha convertido en destino de sí misma prodiga cada día, ya sea desde la política diaria de las cosas como en el caso de estos avatares judiciales, que dañan a tantos jueces, así lo tengo por seguro, en su legítima consideración tanto de lo justo como del procedimiento para establecerlo.
Señor fiscal, usted ha usado de un escarnio de poco precio cuando ha acusado a los procesados de usar políticamente el tribunal que los juzga por negarse a declarar. Sé que eso puede dolerles a ustedes porque esa postura desvela la creencia de unos encausados en la libertad que les corresponde como nación hoy maltratada desde todas las instancias de la Administración española y desde la dirección de ciertos partidos que se reclaman vascos. Pero aunque le duela usted tal postura, que representa nobleza y dignidad, nadie le autoriza a hablar, por ejemplo, del «manualillo del buen miembro de la organización terrorista». Esa frase es demasiado barata para proferirla ante un tribunal, como es también de poco calado hablar de «farsa, teatrillo y montaje». Ese lenguaje puede usted usarlo en el café con sus amigos, pero creo que jamás debe hacerlo ante el solemne estrado de unos jueces. A la vida española casi siempre le ha faltado altura pública y acusa un estilo serrano y ganadero. A veces los españoles han tratado de ponerse en pie, pero siempre les ha aplastado la violencia conjunta establecida por unas instituciones políticas que han empleado, ahí sí, el manualillo de la fuerza pública y de los tribunales de excepción.
Le hablo, repito, señor fiscal, con el pleno derecho de mi ciudadanía, que es soberana sobre usted, la diputación y la misma realeza. Sé que escribir esto resulta hoy de sumo peligro, pues lo penal ya no está imbuido de las reglas y cautelas que precisó hace doscientos años el marqués de Beccaria y que todo lo jurisdiccional se ha vuelto aleatorio e interpretativo, pero creo que la soberanía que encarno como unidad suprema y que ejerzo en la parte alícuota que me corresponde me obliga a honradez con mis coterráneos y a dignidad frente a cualquier estrado. De tal forma construyo mi modesto y radical discurso -hay que reivindicar la radicalidad como herramienta para construir la nueva democracia- sin dárseme una higa, como escribían los clásicos, de lo que pueda acontecerme, pues como dictó Don Francisco de Quevedo: «¿no ha de haber un espíritu valiente,/ siempre se ha de pensar lo que se dice/ nunca se ha de decir lo que se siente?».
Ycon ese derecho a la verdad en la mano humilde, pero grande por la herencia que reclama, digo a usted, señor fiscal, que nada gana el prestigio de la magistratura con que usted haya rematado su informe acusatorio contra los libres ciudadanos procesados por el caso de las Gestoras Pro Amnistía con una frase que desgraciadamente resume el espíritu actual de la jurisdicción: «Espero que no les guste la sentencia y a mi me guste mucho». Cuando se viste la solemne toga y se obra en nombre del fasces de la justicia, sobra toda expresión jarifa, más propia de un vino en mesón de carretera que de un oficial de Su Majestad. Si la justicia -aunque en ella corresponda a usted el triste oficio de la acusación, que siempre deja un regusto a triste- ha de consistir en soplar al aire solemne del tribunal los odios o pasiones mórbidas que nos dominan, nada nos dejan las instituciones para la esperanza de la libertad. No somos grandes, como los insignes hombres lo fueron, pero convendrá usted conmigo, señor fiscal, que revestir la actuación forense de severidad y altura ayuda a que el pueblo llano, al que pertenezco, tenga por bueno tanto el salario que abonan a ustedes como la ley que manejan. De todo ello quiero hacer relación hoy a fin de que sepa que muchos ciudadanos del Estado español nos sentimos zaheridos por su actuación y que mirando hacia el exterior lleguemos a decir esa simpleza de «yo no soy así». Pero ¿de qué vale tal exculpación si el Estado nos comprende a todos y nos convierte de nuevo en súbditos una vez que nos ha engañado con la proclamación constitucional de que somos ciudadanos? Para el observador que nos analice no habrá más camino, ante esa frase suya, que tenernos por pueblo bárbaro y menospreciable. Insisto en este último matiz del asunto porque bueno sería apoyar en él el pie para proceder políticamente a fin de descabalgarle a usted de un oficio que no sabe ejercer debidamente. Pero no sucederá nada de esto, señor fiscal, porque el Estado está edificado hoy sobre elementalidades maliciosas y sin dignidad alguna.
De su informe acusatorio sobre los honrados ciudadanos sentados en el banquillo, y recluídos en un ejemplar silencio que es a la vez acusación grave hacia el tribunal de excepción que los incrimina y juzga -¡qué duro es que siga existiendo instancia del tal género!-, sólo tengo flecos literales e informaciones orales que, aunque de muy clara verdad, no me permiten decir muchas cosas. De todas formas, sí sé lo suficiente para afirmar que ese informe suyo quebranta las reglas básicas de la personalización clara del presunto delito; que embarulla lo penal con lo intelectual, haciendo del pensamiento materia delictiva y que establece secuencias donde la lógica es puro invento personal de usted. Toda la causa es deplorable, como es deplorable que usted sirva en ella no para acusar en nombre del pueblo -que exige jueces naturales amén de otras seguridades forenses-, sino para hacerlo en nombre del rey, que es como cabe resumir la situación ahora que los tribunales han abandonado la democracia y la libertad para constituirse en herramienta del poder protagonista, que es el poder político, manejado a su vez por intereses que no caben en las maltratadas urnas. Le digo a usted todo lo anterior con la elevada conciencia de que sirvo a la verdad o, al menos, de que practico esa libertad de que la Constitución se hace extraño garante en la situación que vivimos. ¿Libertad, democracia, Constitución? Creo que sería hora de convocar a los pueblos alojados por propio deseo o por fuerza en el Estado español a una consulta para determinar, más allá de la baja conciencia de los partidos políticos, qué entiende la ciudadanía por justicia y cómo desea que sea su ejercicio. Aunque ustedes crean otra cosa, vive la humanidad, y entre nosotros muy sensiblemente, un grave y urgente momento de exigencia constitucional. El mundo actual no es el culmen de una construcción, sino la debacle de una descomposición moral a gran escala. Yo no puedo, como tantos otros ciudadanos honrados, aceptar las reglas del juego porque el juego es turbio y tiene las cartas marcadas. Como español no me siento honrado de serlo y he de soportar sobre mis espaldas la barahúnda de insensateces y despropósitos que una administración que se ha convertido en destino de sí misma prodiga cada día, ya sea desde la política diaria de las cosas como en el caso de estos avatares judiciales, que dañan a tantos jueces, así lo tengo por seguro, en su legítima consideración tanto de lo justo como del procedimiento para establecerlo.
Señor fiscal, usted ha usado de un escarnio de poco precio cuando ha acusado a los procesados de usar políticamente el tribunal que los juzga por negarse a declarar. Sé que eso puede dolerles a ustedes porque esa postura desvela la creencia de unos encausados en la libertad que les corresponde como nación hoy maltratada desde todas las instancias de la Administración española y desde la dirección de ciertos partidos que se reclaman vascos. Pero aunque le duela usted tal postura, que representa nobleza y dignidad, nadie le autoriza a hablar, por ejemplo, del «manualillo del buen miembro de la organización terrorista». Esa frase es demasiado barata para proferirla ante un tribunal, como es también de poco calado hablar de «farsa, teatrillo y montaje». Ese lenguaje puede usted usarlo en el café con sus amigos, pero creo que jamás debe hacerlo ante el solemne estrado de unos jueces. A la vida española casi siempre le ha faltado altura pública y acusa un estilo serrano y ganadero. A veces los españoles han tratado de ponerse en pie, pero siempre les ha aplastado la violencia conjunta establecida por unas instituciones políticas que han empleado, ahí sí, el manualillo de la fuerza pública y de los tribunales de excepción.
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