Testimonio de Gema Cillero Oyanguren madre del preso político vasco Arkaitz Agote
Son las tres de la madrugada. Ruidos extraños, pasos frenéticos en las escaleras, golpes en la puerta, amenazas, más golpes, puerta destrozada y, por fin, dan con su presa, un ciudadano vasco. Hombres armados hasta los dientes contra un joven en pijama en su cama, insultos y amenazas a toda la familia, registro integral, destrozos y, pasada una hora, se llevan a un joven. Su familia pide ayuda entre los vecinos. Todos callan por temor. Lo intentan con los políticos del pueblo. Sólo buenas intenciones y respuestas diciendo que no se puede hacer nada, que «le han aplicado la Ley Antiterrorista». Se buscan desesperadamente contactos a más alto nivel. Como respuesta el silencio, la complicidad. Dos jóvenes del pueblo se brindan a ayudar a la familia, a llevarles hasta la puerta del cuartel donde harán guardia hasta que les comuniquen que los han llevado a Madrid. Mientras tanto, otros jóvenes comienzan a denunciar en el pueblo lo acontecido, la brutalidad policial, la pasividad de los políticos.
Los familiares, llenos de ansiedad, se preguntan: ¿qué le puede estar pasando a mi hijo? ¿Lo estarán torturando? ¿Cuándo lo llevarán ante el juez? ¿Dónde está la Audiencia Nacional? Silencio de las instituciones y, sin embargo, esos jóvenes con una sonrisa serena les indican que deben tranquilizarse, que preparen una bolsa con ropa, que se preparen para un viaje y, transmitiéndoles confianza, les ayudan a ir a Madrid.
Horas de espera. Solos en Madrid, tan solo la compañía de estos jóvenes les distrae de sus horrendos pensamientos. Algunos periodistas aparecen por la mañana, comienzan a llegar filtraciones. Aparece una abogada. Los familiares no saben quién le ha llamado. Luego se enterarán que han sido esos jóvenes.
Pasa ante el juez y, pese a su estado físico, pese a las evidencias de torturas, pese a que las pruebas no se soportan, él se decide encarcelar a otro ciudadano vasco. Los políticos braman su victoria, felicitan a las fuerzas del orden. Sus familiares no hacen ni caso; sólo quieren ver cómo está su hijo, en qué estado lo han dejado. Pero tendrán que esperar hasta el fin de semana. ¿A dónde hay que llamar? ¿Qué hay que hacer? ¿Cómo se puede ir? La familia no sabe a quién preguntar, cómo llegar, dónde está esa cárcel de la que sólo han oído hablar por televisión y nuevamente se encuentran con esas manos jóvenes pero solidarias que les indican qué hacer, a dónde ir y cómo poder ver a su ser querido.
Comienzan los eternos y odiados viajes que, sin embargo, tienen una meta: ver al ser querido. Los controles, las puertas, la frialdad de los carceleros... impresionan a los nuevos familiares que a pesar de todo tienen el apoyo de los familiares más «viejos» y de esos jóvenes que se han brindado a acompañarles hasta la puerta. Y llega la primera visita. Las marcas y las palabras tranquilizadoras del hijo hacen que maldigan a aquellos capaces de hacer eso, pero a su vez los tranquilizan, puesto que está vivo. La vuelta es dura, muy dura, y preguntan a los jóvenes dónde y a quién se puede denunciar esa situación. La respuesta es clara: a la sociedad vasca.
Más tarde llegará la dispersión, las condiciones de vida, el incumplimiento de la propia legalidad, y se mantiene la máxima: silencio de políticos e instituciones y la mano tendida de esos jóvenes que siempre estarán al lado de los familiares.
Tras treinta años de represión y miles de ciudadanos encarcelados, esos jóvenes, que se llaman Ixone, Madari, Julen, Iñaki, Juan Mari... hasta 27, están siendo juzgados en la Audiencia Nacional. Juzgados por ayudarnos, por denunciar a esa misma Audiencia que vio torturado a nuestro hijo y lo permitió, la misma que lo condenó en un juicio farsa, la misma que permite la dispersión, el aislamiento, la desasistencia médica, y que mantiene secuestrados a cientos de ciudadanos vascos. Juzgados por ser los altavoces de la denuncia de un sistema corrupto, fascista, por ser los delatores de políticos e instituciones inoperantes. Pero sobre todo están siendo juzgados por ser solidarios con los represaliados, con sus familias y amigos y con Euskal Herria.
Les podrán condenar, pero el agradecimiento de esas miles de familias que han conocido la represión en Euskal Herria estará siempre con ellos, con esos jóvenes de hace treinta años y con los de ahora, puesto que aquéllos supieron sembrar la solidaridad y el compromiso en esta tierra, y su fruto permanecerá hasta el fin de la represión y la conquista de la libertad.
Los familiares, llenos de ansiedad, se preguntan: ¿qué le puede estar pasando a mi hijo? ¿Lo estarán torturando? ¿Cuándo lo llevarán ante el juez? ¿Dónde está la Audiencia Nacional? Silencio de las instituciones y, sin embargo, esos jóvenes con una sonrisa serena les indican que deben tranquilizarse, que preparen una bolsa con ropa, que se preparen para un viaje y, transmitiéndoles confianza, les ayudan a ir a Madrid.
Horas de espera. Solos en Madrid, tan solo la compañía de estos jóvenes les distrae de sus horrendos pensamientos. Algunos periodistas aparecen por la mañana, comienzan a llegar filtraciones. Aparece una abogada. Los familiares no saben quién le ha llamado. Luego se enterarán que han sido esos jóvenes.
Pasa ante el juez y, pese a su estado físico, pese a las evidencias de torturas, pese a que las pruebas no se soportan, él se decide encarcelar a otro ciudadano vasco. Los políticos braman su victoria, felicitan a las fuerzas del orden. Sus familiares no hacen ni caso; sólo quieren ver cómo está su hijo, en qué estado lo han dejado. Pero tendrán que esperar hasta el fin de semana. ¿A dónde hay que llamar? ¿Qué hay que hacer? ¿Cómo se puede ir? La familia no sabe a quién preguntar, cómo llegar, dónde está esa cárcel de la que sólo han oído hablar por televisión y nuevamente se encuentran con esas manos jóvenes pero solidarias que les indican qué hacer, a dónde ir y cómo poder ver a su ser querido.
Comienzan los eternos y odiados viajes que, sin embargo, tienen una meta: ver al ser querido. Los controles, las puertas, la frialdad de los carceleros... impresionan a los nuevos familiares que a pesar de todo tienen el apoyo de los familiares más «viejos» y de esos jóvenes que se han brindado a acompañarles hasta la puerta. Y llega la primera visita. Las marcas y las palabras tranquilizadoras del hijo hacen que maldigan a aquellos capaces de hacer eso, pero a su vez los tranquilizan, puesto que está vivo. La vuelta es dura, muy dura, y preguntan a los jóvenes dónde y a quién se puede denunciar esa situación. La respuesta es clara: a la sociedad vasca.
Más tarde llegará la dispersión, las condiciones de vida, el incumplimiento de la propia legalidad, y se mantiene la máxima: silencio de políticos e instituciones y la mano tendida de esos jóvenes que siempre estarán al lado de los familiares.
Tras treinta años de represión y miles de ciudadanos encarcelados, esos jóvenes, que se llaman Ixone, Madari, Julen, Iñaki, Juan Mari... hasta 27, están siendo juzgados en la Audiencia Nacional. Juzgados por ayudarnos, por denunciar a esa misma Audiencia que vio torturado a nuestro hijo y lo permitió, la misma que lo condenó en un juicio farsa, la misma que permite la dispersión, el aislamiento, la desasistencia médica, y que mantiene secuestrados a cientos de ciudadanos vascos. Juzgados por ser los altavoces de la denuncia de un sistema corrupto, fascista, por ser los delatores de políticos e instituciones inoperantes. Pero sobre todo están siendo juzgados por ser solidarios con los represaliados, con sus familias y amigos y con Euskal Herria.
Les podrán condenar, pero el agradecimiento de esas miles de familias que han conocido la represión en Euskal Herria estará siempre con ellos, con esos jóvenes de hace treinta años y con los de ahora, puesto que aquéllos supieron sembrar la solidaridad y el compromiso en esta tierra, y su fruto permanecerá hasta el fin de la represión y la conquista de la libertad.
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